martes, 15 de mayo de 2012

EL RESPLANDOR




EL RESPLANDOR
  


Francisco de Goya y Lucientes (1746-1828). Pintor y grabador español. Volavérunt




El verano ha dejado sobre los brocales del parque las blandas hojas de la tarde... El viento arremolina una y otra vez los folios de un cuaderno desvencijado por el tiempo. Sólo queda una mujer que mira fijamente el horizonte. Se levanta. Toma fuerzas de una inexplicable voluntad por hacerse comprender. Gira contra las sombras que la retienen y se lanza hacia los jardines. Recorre las veredas sin detenerse con el apremio de quien conoce la dimensión de los hechos por venir. Quizás intuya que ya nadie podrá precisar el rumbo de una posible salida de aquellos confines. Cae nuevamente en la hierba. Escucha la voz de alguien que viene a su encuentro.

Arriba, más allá de los muros de la ciudad, muy lejos el eco de las muchedumbres la alcanza entre tanta memoria abolida por los años. Está sola, como en los días de la infancia, mirando el techo de la noche.

-¿Has soñado?
El resplandor que fluye de los árboles la descubre en sus pensamientos. Trata de encontrarse mirando largamente la imagen borrosa del estanque.

- Dejaré para siempre esta humedad, contesta, casi con un dejo de tristeza como si no hubiera escuchado la pregunta – que nos cubre lentamente como una mancha, intacta aun después de tantos años. Sin embargo, al tratar de precisar sus contornos nada se me aclara más allá de los límites que nos han sido señalados.


Ya no se escucha. Sólo le vienen retazos de las palabras que construye a su antojo como un juego interminable. Tal vez espera mostrar su densidad a través de las vestiduras, simple, tan simple como si realmente fuera la imagen de una añoranza inagotable.

-Escúchame – recalca con un leve estremecimiento del cuerpo que la hizo ruborizar, liberándola de sentimientos retenidos - ¿Quién hostiga mis pasos y viene a apoderarse de todo cuanto aún puedo retener?.


Extiende los brazos (pensé que había hecho un círculo como en la infancia cuando jugábamos en la tierra húmeda y ella reía hasta la saciedad cubriéndose el cuerpo con barro. Estamos en una fiesta, sus manos, ágiles y temibles. Su respiración lenta, lenta, mientras se quitaba las cáscaras de arcilla para mostrarse en toda su desnudez. Yo temblaba. Sé que no era miedo sino una roja imagen que crecía frente a mis ojos. Pero ella reía, alejándose hacia el fondo del solar, como ahora cuando me atrae a su lado). 


-¿Conoces de mis sueños? – inquiere dulcemente.- Rasgo mis vestiduras y nada puedo hacer por defenderme. He vagado por callejuelas de ciudades que nunca he conocido, hay caminos que se bifurcan una y otra vez, sin fronteras. Oh, sí, es verdad –recalca- hay un anciano que se aproxima a una choza. Me mira con desdén. Aparece una mujer con traje bermejo, luce un arco dorado y se oculta en el follaje. Quiero retenerla como si formara parte indisoluble de mi cuerpo. Corro, corro, incesantemente hacia una torre donde sé que alguien me espera.

¿Qué hábito –pienso- nos presiente cuando tiendo a reconocer que yo también sueño? ¿Será que alguien dispone de nuestros pensamientos para desalentar el ánimo de poder encontrarnos definitivamente en estos lugares? No puedo aseverarlo. Pero admito, sin embargo, que en muchas ocasiones he tratado de dejar a un lado mis planes para dedicarme pacientemente a merodear las sombras que se descorren hacia las habitaciones. Allí es más sumisa la soledad y el tiempo revive urgencias inexpresables. Anhelo, entonces, el retorno de las voces que nos hablan de nuestros testimonios. No sé por qué rememoro esos lugares tan remotos y simples donde nos atrevíamos a reír bajo la lluvia, en las plazas desbordadas por una juventud imposible, fluyendo del frío y la añoranza de sus albergues. Reíamos con ellos, uniéndonos en un abrazo tan estrecho que escuchábamos el latido de nuestro corazón.

Sin proponérselo, ella toma el cuaderno. Lo abre como si se tratara de un abanico para atrapar una página al azar. “Nada nos asombra. Las palabras nada nos dicen. No aciertan a estremecer nuestra actitud frente a la vida: somos la imagen de una historia dispersa, devastada en tanto vacío que gira sobre la nostalgia. ¡Sólo aspereza en estas manos que trabajan los días nuestros! Tal vez deba admitir el silencio como una prueba de mi existencia. No solo por cuanto atañe a la infancia que tanto arrecia en la inquietud de los sentidos. Somos, de alguna manera, los hijos del infortunio y, sin embargo, la sonrisa inefable de unos rostros familiares que nos conducen de nuevo a la tierra prometida dela vida”.

-¿Qué razones –expresa- estaré dispuesta a esgrimir, si nada de cuanto conservamos tiene esos contrastes, esas sensaciones que nacen dela pobreza? ¿Qué encarnizada voluntad me arrastra a otras latitudes donde el fuego de la adolescencia surge frenético? ¡Oh, silencio! ¿Qué armonía tendrán las horas, aquellas preciadas horas, cuando unas bondadosas manos, que tanto nos amaron (esto he de creerlo hasta el final) nos levantaban desde un punto menor que un guijarro a dimensiones colosales? Pero, en la propia certidumbre, ya no es pobreza la nuestra sino el mayor de los bienes que crece al lado de todos. Tal vez no estoy sola y alguien escribe por mí estas líneas en algún lugar de la tierra. Tal vez sueño un sueño de otro sueño. Ya no hay límites entre mis esperanzas para retomar todas mis cosas. Sin embargo, asumo sin pretextos esta realidad (¿Podría ser otra?) que nadie, ni las circunstancias han podido revocar definitivamente.


En el zaguán la lámpara descubre, los salientes de la madera, el ilimitado fulgor de las habitaciones. Los canceles están colocados a contraluz. Se puede llegar a pensar que son hendeduras que dan a otros espacios pues la herrumbre salpica los goznes, las cerraduras y los arcos de hierro hacia las aldabas que los sostienen (que remacha, creo). La mampostería que da al traspatio ha sido cubierta por el limo.

-Trato de rememorar – se dijo, mientras cierra el cuaderno –y presentir la casa como en aquellos primeros días. Tal vez el tiempo no haya sido tan inclemente como lo he creído y, el espejo sólo insinúa las imágenes dejadas para siempre en la bruma de algún diálogo nunca acabado.
El viento gira el sesgo de las luces sobre las sábanas aún tibias, emergiendo de una sensación de alivio, despojado de resabios que a fuerza de volver termina por disiparse.

-¿Es posible – me pregunto – que ella tiemble ahora bajo los ropajes que la guardan para siempre de los ecos del pasado? Entonces, ¿será posible que nada ocurra y que sólo sea una forma de ver las cosas como si el vidrio que cubre la ventana de pronto se fuera desprendiendo en pedazos? Siento su proximidad. Su cálida voz abriéndose paso entre tanta espera. ¡Cuánto no ha luchado para que aquellos que le rodean sean felices y puedan sentir en sus semblantes la dicha de goces futuros! Abre los baúles. Vibra al reconocer entre sus ingentes recuerdos los olores de la infancia. Alcanza algunos recipientes de arcilla finamente decorados. Los acerca hasta hacerlos rozar sobre la piel, asintiendo en los latidos del corazón la inequidad del destino. Aprisiona las cajas que ha guardado durante tantos años. Observa los grabados que las envuelven. Destrenza las cintas. Descorre lentamente los pliegues del papel y los vierte sobre el piso con estrépito profundo como si hubiera roto algún encantamiento o contravenido disposiciones largamente preservadas. Ahora la veo sollozar mientras trata de cubrir con sus largas vestiduras los objetos esparcidos a nuestro rededor, seguramente, queriendo retomar el tiempo, de alcanzar los vestigios de su raza.

-¡Abrázame¡ – me dijo, con palabras contenidas - ¡Tómame y abrázame, y no me sueltes por favor!

-¿Hasta cuando estaremos aquí? – la he interrogado.


Trato de encontrarla de nuevo en mis palabras y retenerla con fuerza para que no se marche, sin que pueda evitarlo porque ineluctablemente se deshace ante mis ojos.


De: El amanuense (1980)



José Francisco Ortiz